09 febrero, 2012

El lápiz del carpintero

Un día, el pintor fue a pintar a los locos del manicomio de Conxo. Quería retratar los paisajes que el dolor psíquico ara en los rostros, no por morbo sino por una fascinación abismal. La enfermedad mental, pensaba el pintor, despierta en nosotros una reacción expulsiva. El miedo ante el loco precede a la compasión, que a veces nunca llega. Quizá, creía él, porque intuimos que esa enfermedad forma parte de una especie de alma común y anda por ahí suelta, escogiendo uno u otro cuerpo según le cuadre. De ahí la tendencia a hacer invisible al enfermo. El pintor recordaba de niño una habitación siempre cerrada en una casa vecina. Un día escuchó alaridos y preguntó quién estaba allí. La dueña de la casa le dijo: Nadie.

El pintor quería retratar las heridas invisibles de la existencia. 

El escenario del manicomio era estremecedor.
No porque los enfermos se dirigiesen a él amenazantes, pues sólo unos pocos lo ha bían hecho, y de una forma que parecía ritual, como si intentasen abatir una alegoría. Lo que impresionó al pintor fue la mirada de los que no miraban.

Aquella renuncia a las latitudes, el absoluto deslugar por el que caminaban.

Con la mente en su mano, dejó de sentir miedo. El trazo seguía la línea de la angustia, del pasmo, del delirio. La mano paseaba en espiral enfebrecida entre los muros. El pintor volvió en sí por un instante y miró el reloj. Pasaba ya un tiempo de la hora acordada para su marcha. Caía la noche. Recogió el cuaderno y fue hacia la portería. El cerrojo estaba echado con un enorme candado. Y allí no había nadie. El pintor llamó al celador, primero en bajo, luego a voces. Escuchó los toques del reloj de la iglesia. Daban las nueve. Se había retrasado media hora, no era tanto tiempo. ¿Y si se habían olvidado de él? En el jardín, un loco permanecía abrazado al tronco de un boj. El pintor pensó que el boj tenía, por lo menos, doscientos años, y que aquel hombre buscaba algo firme.

Pasaron los minutos y el pintor se vio a sí mismo gritando con angustia, y el interno amarrado al boj lo miró con compasión solidaria.

Y entonces llegó un hombre sonriente, joven pero trajeado, que le preguntó qué le pasaba. Y el pintor le dijo que era pintor, que había ido allí con permiso para retratar a los enfermos y que se había despistado con la hora. Y aquel joven trajeado le dijo muy serio:

-Eso mismo me ha pasado a mí.

Añadió: 

-Y llevo aquí encerrado dos años. 

El pintor pudo ver sus propios ojos. Un blanco de nieve con un lobo solitario en el horizonte. 

-¡Pero yo no estoy loco!

Eso mismo fue lo que yo dije.

Y como lo vio al borde del pánico, sonrió y se delató: 

-Es una broma. Soy médico. Tranquilo, que ahora salimos.


"El lápiz del carpintero", Manuel Rivas.

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