Existen unos pequeños seres de los que, poco a poco, nos hemos ido distanciando: los pies.
Cuando nacemos nos llevamos muy
bien con los pies. Los bebés, cuando están en la cuna, se dan besos en
los pies, les dan la mano… Es como si se saludaran a sí mimos pero por
el otro lado, como si aún no tuvieran claro qué va ser lo de arriba, la
cabeza o el culo. El bebé te mira desafiante, como diciendo: “Pues yo le
doy la mano al pie. Hazlo tú, a ver si hay huevos”.
Al final, a los pies les toca
abajo. Nosotros vamos creciendo, la estatura se nos sube a la cabeza y
los pobres pies se van quedando allí lejos. Cada vez que hay que bajar a
hacer una gestión a los pies da mucha pereza. Ponerse los calcetines,
atarse los cordones… Cuando uno se ducha, raras veces se frota los pies.
Te frotas el pecho, los brazos, el cuello, miras para abajo, ves que
toda el agua jabonosa va cayendo en los pies y piensas: “No hace falta
que me agache. Ya con eso llega”.
Cada año que pasa, nos separamos
más de ellos. Dicen que la distancia hace el olvido, de hecho, ¿alguna
vez os habéis fijado en los pies de los abuelos? Es como si estuvieran
abandonados. Para mí que ya no se acuerdan de que tienen pies.
Sin embargo, a lo largo de
nuestra vida los pies no dejan de hacer cosas para llamarnos la
atención. Un día vamos caminando descalzos por casa y el dedo meñique se
lanza de cabeza contra la pata de la cama. ¿Para qué? Para llamar
nuestra atención. Otro día al pie le da por generar caviar. Y si ve que
no le hacemos caso, el pie se duerme. ¡Aunque sea de día! Es un fenómeno
fascinante cuando se duerme un pie. Es como si en las venas, en vez de
sangre, tuvieras agua con gas.
Notas las burbujitas.
El pie quiere jugar, como cuando
bajamos a cortarnos las uñas, que el pie nos las lanza disparadas para
que las busquemos, como el que le lanza una pelota a un perro. Lo que
pasa es que es imposible encontrarlas, pues las uñas tienen forma de
bumerán. Una uña sale disparada, la ves, sigues la trayectoria, calculas
dónde puede caer, pero a mitad de camino vuelve y te rompe los
esquemas. Es como cuando haces que lanzas una pelota a un perro, pero en
realidad no la lanzas.
Los podólogos son los únicos que
dedican tiempo a los pies. Son tíos raros. ¿Para que necesitan la bata
blanca? ¿Qué parte del pie creen que les va a salpicar? Un tío que corta
uñas de los pies no necesita una bata blanca, necesita gafas de
protección. Los podólogos ven todas las cosas que hacen los pies, sobre
todo, los pies de las chicas, que hacen cosas muy raras. ¿Por qué el
dedo meñique de las chicas tiene filo? Están afilados como cuchillos, no
deberían dejarlas subir a un avión con esos dedos. Creo que las chicas,
cuando no las vemos, patinan descalzas sobre hielo, por eso cuando se
acuestan tienen los pies tan fríos. Eso, o es que las venas sólo les
llegan hasta los tobillos.
Los pies llaman nuestra atención
para demandar cariño. Un día estás calzándote un mocasín, metes un dedo
de la mano a modo de calzador para que entre el zapato, y el talón te lo
aprisiona. ¿Para qué? Para que no te escapes, para estar un ratito con
nosotros.
Deberíamos prestar más atención a
los pies y a los zapatos. Si lo hiciéramos nos daríamos cuenta de que
los zapatos y los pies dicen mucho de la economía y la salud moral de
este planeta. En este mundo sólo hay dos tipos de países, aquellos en
los que hay más pies que zapatos y aquellos en los que hay más zapatos
que pies.
Dios hizo el mundo en siete días… y se nota - Luis Piedrahita