Cuentan que viajaba un extranjero por un
país extraño y, perdido como estaba a causa de un mapa más bien escaso
de
indicaciones, el azar lo condujo hasta un minúsculo pueblo que
parecía estar formado únicamente por dos enormes casas, una a cada lado
de la carretera: una estropeada, vieja y oscura; la otra lujosa, limpia y moderna.
Bienvenido al País de las Cucharas
Largas
saludaba un letrero a la entrada del
pueblo. Pero lo cierto es que no se veía un alma. No fue hasta que
aparcó el coche y paró el motor que le pareció escuchar algún tipo de
murmullo,
ruidos, voces apagadas y lejanas.
Se bajó del coche con la esperanza de
encontrar a alguien que le indicase cómo volver a la carretera principal
y se dirigió a la casa vieja, de donde parecía
proceder tan sordo jaleo. Lo cierto es que conforme se fue acercando
a la entrada los sonidos procedentes del interior iban haciéndose cada
vez más fuertes. Al principio el extranjero se animó
ante la evidencia de que allí había gente. Tal vez, pensó, estén
todos celebrando alguna reunión vecinal. Pero en cuento atravesó el
umbral del edificio su ánimo se transformó en preocupación.
Ahora, claramente, se oían gritos, lamentos, llantos…
Apresurado por prestar auxilio, el
extranjero encontró la habitación de donde provenía semejante algarabía.
Y cuál fue su sorpresa cuando, al abrir las
puertas, se encontró con una sala de banquetes, llena de largas y
blancas mesas, y sobre ellas una extraordinaria abundancia de comida.
Platos de todo tipo, carnes de las más variadas, frutas,
postres, mariscos, inmensas tartas decoradas… A pesar de lo cual los
comensales allí reunidos no dejaban de llorar desconsoladamente, de
gritar hasta el desespero. Todos
tenían una delgadez
extrema, la cara demacrada, los huesos de las… ¡Cielos! Se fijó el
extranjero. No tenían manos. En su lugar tenían enormes y largas
cucharas. Unas cucharas extremadamente largas. Tan largas que
resultaba imposible llevarse nada a la boca. ¡Dios mío, la gente
estaba llorando de hambre!
Por supuesto que en cuanto lo vieron
entrar todos intentaron abalanzarse sobre él, en un intento desesperado
por que les ayudase a comer. Afortunadamente, el
extranjero supo reaccionar a tiempo y salir huyendo.
Las prisas y la inercia lo llevó a
refugiarse al edificio de enfrente. Y a penas cuando le asaltó el temor
de volver a encontrarse con una situación
similar lo que escuchó fue una dulce música y risas. Parecía… Sí
parecía una… ¿fiesta? No dudó en acercarse a fisgonear y en efecto, en
una sala muy parecida a la del edificio anterior, encontró
una enorme sala de banquetea, llena de largas y blancas mesas, y
sobre ellas la misma extraordinaria abundancia de comida. Pero allí la
gente era feliz. Carecían de manos, como sus vecinos. En su
lugar también tenían enormes y largas cucharas que les impedían
llevarse la comida a la boca. Pero allí todo el mundo estaba alimentado.
Cada comensal, pausada y cariñosamente, daba de comer a su
pareja de mesa.
"Recuentos para Damián"
Jorge Bucay
Jorge Bucay
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